Era una noche despejada, entre septiembre y octubre de 1965. La estación seca se adueñaba del ambiente y el frío otoñal deshojaba encinos y aporreaba mis cachetes. Tenía 6 años de edad, me faltaban escasos dos meses para cumplir 7. Estaba muy acostumbrado a ver el cielo nocturno de la Soledad, siempre cubierto de macizos de luces brillantes. Era un placer ver aquel cielo pacífico, imponente, inmóvil, luminoso, por el que, de vez en cuando, cruzaban estrellas fugaces dispuestas a cambiar de constelación. Me gustaba contemplar aquel cielo tumbado en la hierba o arrellanado entre manojos de tazole. Cuando por necesidad había que dormir en campo abierto, en la breve pausa de un viaje a caballo, contemplar el cielo era entregarse al descanso. Era como abandonarse en el amoroso regazo de una madre mientras nos cantaba salmos de sabiduría. Estaba lejos de sospechar que en pocas semanas no vería más aquel cielo. Esa noche en particular estaba de pie en el patio de la casa, dispuesto a mirar las estrellas apretujadas en el cielo. Pero esa noche el cielo lucía distinto. Había algo nuevo y desconcertante en él que me producía extrañeza, inquietud y temor; todo al mismo tiempo. Mis ojos jamás habían visto algo como aquello. Era como ver el ánima errante del Tata Lala envuelto en las llamas eternas del purgatorio. Yo me encontraba solo, parado entre un árbol de zapote y uno de colorines. Nos custodiaba una ancha cerca de piedra como de 1.5 metros de altura que rodeaba el patio de la casa. Yo miraba como hipnotizado aquella nueva y enorme mancha de luz plateada que flotaba inmóvil en el cielo. Colgaba en un lugar en el que días antes solo había luceros. Parecía como si un pintor, cansado de ver tanta uniformidad, hubiera dado un brochazo de pintura blanco titanio en el lienzo obscuro del cielo. Que espectáculo tan sobrecogedor, cuanta su inmensidad, cuanta nuestra pequeñez y nuestra soledad. Aquel evento astronómico se grabó tan fuertemente en mi memoria, que al recordarlo ahora, después de 50 años, siento en el cuerpo el mismo cosquilleo y excitación que sintió aquel niño de la Soledad llamado Mario, para quien aquel suceso fue un cumplido presagio. Muchos años después, viviendo ya en el cálido clima de Reforma Chiapas, casado y con tres hijos, y mientras hacía un recuento del pasado, quise saber más de aquel magnífico suceso que resultó ser un vértice en mi vida. La investigación me condujo al cometa Ikeya-Seki que fue considerado uno de los más brillantes de la historia porque se pudo ver en plena luz del día. La comunidad astronómica de aquel tiempo consideró su paso por la tierra como un suceso histórico único.