Ya la primavera asoma su nariz respingada detrás de las flores lilas de los macuilis. Se oculta timida entre las trompetitas fileteadas de encaje que se aglomeran en rosetones del tamaño de un puño para tocarle fanfarrias de bienvenida. En esto pensaba cuando miraba desde la oficina, a través del ventanal de un segundo piso, aquellas primeras flores que habían brotado impetuosas en lo alto de las copas de los macuilis; árboles que fueron plantados para dar vida y color al camellón de la avenida usumacinta. Mientras esperaba que la cafetera esparciera su primer aroma matutino, allí estaba yo como embelesado, observando de pie y con las manos en los bolsillos, aquellos rosetones que se movían con la cadencia y lentitud que el cálido viento les transmitía. Hay algo curioso en la floración de los macuilis: sus hojas desaparecen en la medida que sus flores aparecen. Quizás opera aquí de noche alguna arcana fórmula secreta como la que buscaban conseguir con mucho afán los antiguos alquimistas y con la que pretendían convertir cualquier pedazo inútil de metal común en oro de 24 kilates. Al cabo de unos cuantos días de que inicia la floración, el árbol de macuili se convierte en un solo ramo de flores. Cada árbol se viste con una tonalidad de lila diferente. Es un loa de la naturaleza a la tonalidad de un color. Cuando mi mirada se detuvo en el tronco retorcido de uno de aquellos macuilis se me figuró que estaba viendo una serpiente reptando hacia las alturas, o un río -como el carrizal- llevando agua hacia las ingrávidas nubes. Afuera, el aire borrascoso de febrero abría el paso a los soplidos cálido de marzo que recién despiertan de su letárgica hibernación. Pronto vendrán esos días sofocantes en los que hasta el viento cálido huye despavorido de los inclementes rayos de sol para refugiándose sin remilgos en la covacha más cercana. A partir de ayer mi nieto Alex ya no buscará covacha. En aquellas tierras no se conocen los vientos cálidos y húmedos que suelen aparecer por acá.