Una vez mas recorrí con beneplácito el yacimiento arqueológico maya de Palenque Chiapas. Además de ser un hermoso parque nacional, fue declarado dignamente patrimonio de la humanidad. Cada vez que visito este apacible rincón de apretada selva verde, mis sentidos quedan muy agradecidos. Mis neuronas comienzan a alborotarse desde el momento mismo de entrar a la ciudad, y su excitación se incrementa con cada metro de acercamiento. Es una sinfonía de formas, sonidos, aromas y colores; un amasijo entrelazado de vegetación siempre húmeda y perenne. El oído, liberado del ruido y contaminación de la ciudad, corre y salta lleno de alegría entre los trinos de las aves que se descuelgan como lianas desde las copas de los formidables árboles centenarios para luego rodar alegres entre decenas de montículos llenos de frondosos setos y jugar en el tapiz tupido de pasto verde. Los ojos bailan al esparcir su mirada entre el follaje de las altas y robustas ceibas, sagradas para los mayas. Selva de señoriales guacamayas, de monos araña, de tucanes y del parloteo potente de los monos aulladores. Se camina por los andadores bajo la atenta mirada de silenciosos monos araña que deambulan entre las copas de los árboles, alimentándose de tiernos brotes o retozando en sus delgadas ramas que se arquean bajo el peso de sus panzas protuberantes. Su presencia se delata por las hojas y ramas que desprenden cuando se alimentan; residuos que luego caen oscilando lentamente sobre las cabezas de los turistas. Mientras algunos de ellos dirigen su cámara fotográfica a lo alto de los árboles para inmortalizar la escena, otros animan a sus hijos pequeños a dirigir la vista hacia arriba para que aprovechen una de las poquísimas oportunidades que tendrán en su vida de admirar una escenas similar fuera del entorno de un zoológico. Siempre que visito este yacimiento arqueológico, que muestra como pocos otros la grandeza de nuestros antepasados, me invade la misma sensación de admiración que me oprimió el corazón la primera vez. El fuerte impacto inicial que me produjo esta ciudad fue que su monumental arquitectura no se revela a primera vista por la protección que le brinda la selva. Su magnificencia se revela solo cuando el visitante tiene las pirámides pegadas a la nariz. En esta selva no existe horizonte más allá de 50 metros. Para que su belleza y esplendor se revelen es necesario traspasar la ultima cortina de vegetación que la esconde de las miradas. Cuando finalmente se traspasa la ultima cortina de vegetación, queda expuesta a los ojos de los afortunados esta maravilla milenaria, el magnífico e imponente palacio de las Inscripciones, lugar en que se encontraron los restos del rey Pakal. Más allá de este majestuoso edificio, se llega al acueducto que conduce un plácido arroyito de agua fresca y cristalina que brota vigoroso de entre las piedras, para luego correr alegre y cantarín, por un lecho de blanquecinos cantos rodados. Siempre se me hace difícil abandonar esta fuente de quietud; demostración de la grandeza de los antiguos Mayas: Hoy abrazan al visitante y lo mueven a la reflexión.
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