Puedo decir de manera oficial que la noche del martes 7 de marzo de 2017 dormí oficialmente en mi nuevo hogar de residencia en la Cd. de México. Eventualmente dije adiós al clima cálido, a los macuilis y a los guayacanes de mi muy querida Villahermosa, y me dieron la bienvenida el espléndido clima fresco y las señoriales jacarandas de la colonia Anahuac I sección de la boyante delegación Miguel Hidalgo. Me gusta pensar que la primavera me trajo de la mano al DF. Acunó mi cuerpo en su regazo mientras me hablaba con voz tranquila para apaciguarme la agitación de provinciano que a todas luces era evidente en mi vahída figura. Me depositó entre sus calles con la suavidad y pericia de los amores maternos que ya son muy añejos y no se asustan con nada. Llegamos los dos juntos a la ciudad; crisol en que todo bulle, se mezcla y discurre, a veces rápido, a veces lento, a veces displicente (pero nunca indiferente), por los cuatro puntos cardinales. Los aromas y gustos de la ciudad, de día o de noche son distintos, y también distintos son sus grados y variedades. La ciudad y yo recién nos estamos reconociendo. Mutuamente nos examinamos de arriba a abajo y de reojo buscando reconocer los peligros disimulados por el otro. Me inquieta eventualmente el uluar lejano de las sirenas que, igual que las personas, jamás descansan en una ciudad como esta. Sábados y domingos la ciudad se sosiega un poco en el día, sus habitantes se guardan o retozan en sus hogares. También hay orates que prefieren abrir un libro o escribir en el silencio de la sala de su casa como su muy seguro y atento servidor.
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