Durante nuestra estancia en Guadalajara mi hermano Gustavo nos ofreció la oportunidad de visitar el municipio de Mazamitla, lugar turístico localizado al sur del Estado de Jalisco. Salimos de Guadalajara temprano y llegamos al pueblito alrededor del mediodía. Es un lugar vacacional privilegiado que conserva la magia de los pueblos típicos de montaña, con interminables parajes de pinos, encinos y robles. El caserío me dejó gratamente impresionado, la mayoría de las casas están enclavadas en lugares sinuosos e irregulares adaptándose perfectamente a la topología del terreno montañoso. Sus paredes pintadas de blanco, sus techos de madera vieja coronados con teja roja, y sus calles empedradas, dan la sensación de que el tiempo se detuvo a descansar aquí desde hace décadas huyendo quizá del peligroso zafarrancho cristero. Pasamos a desayunar al restaurante “posada Mazamitla” por recomendación de mi sobrina Tania en donde ordenamos unos riquísimos chilaquiles acompañados con una deliciosa crema y un humeante chocolote. El restaurante es pequeño, salpicado de arcos y con un mobiliario rustico pero muy acogedor, el centro de la posada esta adornado con macetas cuyas flores altivas resplandecían por sus colores vivos. Sus paredes sostienen algunos marcos que alojan fotografías mostrando situaciones cotidianas del pueblo y sus habitantes en la década de los veinte. Su techo de tablas sostenido por grandes y gruesas vigas de madera, junto con sus pesadas puertas también de madera rememoran a las grandes haciendas de la época de la Revolución Mexicana. Después del desayuno, nos dirigimos a la plaza principal para observar de cerca la bella iglesia cuya fachada blanca esta incrustada de ventanas en forma de arco y contornos rojos. Cuenta con tres torres rodeadas por diminutas marquesinas rojas que semejan holanes de un vestido típico de gala rematadas por bellas cruces blancas de herrería que hacen recordar la detallada arquitectura oriental. Recorrimos los puestos de artesanías en donde predominan los objetos elaborados con madera, y las tiendas de abarrote en las que se vende cajeta, rompope, queso, crema y chongos zamoranos. De ahí enfilamos a un fraccionamiento de cabañas llamado “los cazos” que según Gustavo estaba a unas cuantas cuadras de donde nos encontrábamos –pronto nos dimos cuenta que esas cuadras eran un “poquito” mas largas y empinadas de lo normal-, para ese momento los nubarrones sobre nuestras cabezas amenazaban con soltarnos el agua que traían almacenada en sus respectivos buches. Después de unos minutos de caminata por una calle empedrada, muy fácil por cierto porque era de bajadita, llegó el momento de hacer frente a la primera subida, aquí fue donde Gladis ya no quiso avanzar ni para delante ni para atrás. Así las cosas, me vi en la necesidad de dejarla y desandar solitariamente lo caminado hasta donde dejamos estacionados los vehículos y poder rescatar así a mi desfallecida esposa. Ya con Gladis sobre cuatro ruedas me di a la tarea de dar alcance a Gustavo, Paula, Tania, Violeta, Toña, Gonzalo y a nuestros hijos Pedro y Alejandra ya bastante aventajados. A la entrada del fraccionamiento nos bajamos del vehículo para acceder a la zona de cabañas, fue aquí donde la montaña nos golpeó con sus colores, olores y sonidos. Conforme se desciende por la empedrada y húmeda vereda empinada se puede observar que los pinos, robles y encinos forman con su follaje un dosel de entre quince y veinte metros de altura que sirve a las ardillas para trasladarse de un árbol a otro por entre sus ramas esbeltas y entretejidas. La tierra cubierta por una gruesa alfombra de hojas muertas acumulada a través de cientos de años sirve de alimento a una nueva generación de árboles que asomando sus tiernas ramas reciben la energía de los escasos rayos del sol que sus progenitores apenas dejan pasar. Las cabañas incrustadas en la montaña están perfectamente esparcidas entre este manojo de gruesos troncos vivos. Es evidente que fueron construidas con el firme propósito de no alterar el ecosistema, conservar el equilibrio aprovechando adecuadamente los pequeños valles y terraplenes naturales del terreno. Solo el sonido de un arrollo rompe el silencio de este bonito paraíso. Todo esto, combinado con la frescura del ambiente, el olor de la montaña y los estupendos jardines ubicados alrededor de las hermosas cabañas hacen pensar en lo afortunado de las personas que tienen el privilegio de habitar bajo este pedazo de cielo desbordado de belleza. En cuanto a diversión es posible escoger entre un paseo a caballo o en cutrimoto, ambos aseguran un recorrido placentero para quienes gustan del ecoturismo. Eran alrededor de las seis de la tarde cundo decidimos abandonar Mazamitla y emprender los 130 km de regreso a Guadalajara, pero no antes de haber comprado tortillas hechas a mano, queso, chorizo y rompope. En el trayecto nos detuvimos en un pueblito de nombre Soyatlan sino mal recuerdo. Aquí compramos unas nieves riquísimas servidas en unos enormes barquillos de galleta que recomendamos ampliamente.
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