Después del letargo inducido por el ambiente húmedo y caldeado de los días previos, ayer sopló un viento desgreñante como el exhalado en los mas locos días de febrero. La alfombra de hojas secas que antes vi inmóviles al pie de los arboles, ayer danzaban al compás de los chiflidos del viento. Los copos algodonados que el emblemático y sagrado árbol de la Ceiba esparce sobre la tierra en estos días, han emigrado montados a lomo de las constantes ráfagas. Aprovechando este imprevisto empujón del viento, las semillas irán a posarse en tierras lejanas para luego germinar y comenzar así un nuevo ciclo. Fue necesario que el viento retirara el furioso caldero para poder detener la mirada en la fronda y en las flores de los muchos arboles que nos rodean. Es fascinante ver la forma en que la naturaleza explota la energía solar, haciendo que broten de su follaje vivos y prolijos colores: lilas, rojos y amarillos. Luego del viento apareció la lluvia. Una lluvia que terminó de apagar la hoguera que nos cocinaba, que me alegró el día e hizo que pasara una buena noche. Por la época del año, es de esperar que esta sea una lluvia solitaria y pasajera, algo así como toparse con un pozo de agua en el desierto.
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