Lo que distingue a los miembros de una familia de otras además de la herencia biológica, es la herencia cultural. No me refiero a la cultura como sinónimo de las bellas artes, sino al conjunto de normas que cada familia establece para orientar a sus hijos en su tránsito seguro por la vida. El primer trabajo de los padres, creo, es a la vez el más importante, y debe ser hecho antes de que los hijos aparezcan. Este trabajo consiste básicamente en planear a largo plazo la transmisión y recepción de esta herencia cultural a los hijos. Desde el origen mismo de cualquier familia, se debe establecer el rumbo para alcanzar esta meta, así como los medios para lograrla. Desafortunadamente, no existe un manual en el mercado que muestre ese rumbo así como los medios necesarios que aseguren un éxito completo. Con el firme propósito de hacer realidad el sueño de una buena crianza, los padres emprenden la difícil tarea de establecer un código familiar. Ambos, padre y madre, contribuyen para que, de común acuerdo, se establezcan las normas que los hijos deberán seguir durante su desarrollo, algo así como los mandamientos familiares. Vigilar su cumplimiento, se convierte en lo sucesivo, en el objetivo principal de la pareja. La selección que las cabezas de familia hacen de estos lineamientos depende de un gran número de factores, pero los que más influyen desde mi particular punto de vista son dos. El primero de ellos es el que hereda cada padre –su herencia cultural– Es probable que cada uno de ellos eduque a sus hijos de la misma forma en que ellos fueron educados. El segundo, es la experiencia adquirida en el exterior, fuera del seno familiar. Los padres se valen pues, de la información adquirida por estos medios para establecer sus propios códigos y que esencialmente se reducen a aquellos que en lo personal les ayudó a ser lo que ahora son. Es normal que la cultura familiar impere sobre la cultura social externa. Además, es el deseo tácito de los padres que suceda de este modo puesto que se convierte en la aceptación y aprobación de los hijos del trabajo realizado por sus padres. Con bastante frecuencia, la pareja implanta estos lineamientos mediante la combinación de ambas experiencias –familiares y sociales– Esta práctica es la más común y también incluye nuestra aceptación de la herencia cultural de nuestros padres. Pero no todos los hijos se inclinan en seguir estas opciones, ya sea porque consideran que su familia es disfuncional –diferente– con ideas decimonónicas o maniqueas, o porque se dieron cuenta mediante ayuda exterior que afuera de esa arcaica célula familiar existe algo mejor. En cualquiera de los casos, el resultado de esto último es la reprobación o descalificación inequívoca del esfuerzo de los padres. Es el desacuerdo total con las normas, códigos o lineamientos vividos en el pasado y por consiguiente con las personas que los establecieron y practicaron. Para los padres, la pérdida de la herencia cultural es tan dolorosa como la pérdida de la herencia biológica. Es acercarse un poco más a la extinción. Este es uno de los juicios duros que tienen que enfrentar y asimilar algunos padres. Es un golpe que cimbra, que cuartea y que modifica irreversiblemente el escenario futuro de la relación con estos hijos y sus descendientes. Sin duda, es un paso muy importante para los hijos que lo dan. Paso que no es posible desandar, para bien o para mal.
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