En la primera mitad del siglo XIX, entre las conmociones que definen los rasgos del México naciente –como escribió Carlos Monsváis –un grupo de indios huicholes llegó a la población de San Cristóbal de la Navidad Jalisco (La Soledad). La razón de esta migración se pierde en las páginas de la historia. Probablemente la causa de su arribo obedeció a la tradición milenaria de celebrar rituales y sacrificios en lugares que tenían por sagrados y que estaban esparcidos en diversos puntos de Nayarit, Jalisco y Zacatecas. Uno de esos centros ceremoniales se encontraba ubicado, si no mal recuerdo, en la periferia de La Soledad –Soleique, como coloquialmente le decíamos sus habitantes –sitio sagrado al que convergían algunas de esas peregrinaciones. Su estancia en los centros ceremoniales era corta, y duraba solo el tiempo suficiente para permitirles hacer los preparativos del ritual, como por ejemplo, cazar el venado que utilizarían en el sacrificio. El grupo de huicholes al que me refiero llegó a esta población probablemente a hacer lo mismo que sus antepasados: cumplir con la devota tradición de comunicarse con sus dioses mediante el trance inducido con peyote. Pero en aquella singular ocasión, hubo una pequeña diferencia; al marcharse, olvidaron un niño –con edad suficiente para recordar posteriormente su nombre –Juan Villa. La razón de esta separación no se sabe con certeza; tal vez a Juan Villa le cansó su tradición y linaje, o bien, todos ellos se cansaron de él. El caso es que se quedó a echar raíces en La Soledad. Quiero pensar que en este lugar lo acogió en su seno una familia mestiza de apellido Conchas (solo especulo). El hecho es que este niño huichol, al llegar a adulto –o quizá antes –desechó su apellido original adoptando en su lugar el apellido Conchas –se ignora el motivo –. Este Juan Conchas renacido y tal vez hasta bautizado, aproximadamente un siglo después, tendría entre su descendencia una tataranieta de nombre Marcos Patrocinio Muñiz Camacho y un biznieto llamado Pedro Conchas Gonzáles; mis padres.
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