Los días de vacaciones terminaron hoy. Me pareció (como cada año sucede) que se esfumaron muy pronto. Llegamos el lunes de esta semana de Guadalajara en donde estuvimos 15 días. Fuimos cuatro (Doña Maty, Gladis, Pedro y Yo) y regresamos tres. Pedro se quedó. Yo regresé con una colitis espantosa que me duró casi cuatro días, gracias a los buenos oficios de una cecina que comí, al menos eso es lo que me asegura Gladis porque a su mamá le sucedió lo mismo. Afortunadamente estos 15 días alcanzaron para ver y platicar con cada uno de mis hermanos. Fueron platicas sabrosas que disfruté plenamente aprovechando el tiempo que cada uno me regaló restando tiempo a su descanso. También se me cumplió el antojo de comer en Tepatitlán las tunas coloridas, dulces y jugosas que había deseado desde hace mucho tiempo. Caminé además en la pista de la nogalera en la que solía trotar en mi época de estudiante. Esta pista no ha tenido cambios en 35 años, quizás solo un poco mas deteriorada por los deslaves producto de las repetidas lluvias. Según mi parecer la afluencia de deportistas continua siendo la misma. En la década del 70 del siglo pasado, en el lugar que hoy ocupa el edificio de la policía montada, estaban las ruinas de un antiguo edificio de adobe. Este edificio tenía la apariencia de ser (probablemente a principios del siglo XX o finales del anterior) el casco de una opulenta hacienda. Con seguridad fue muy importante en su época puesto que recuerdo que había vestigios también de una vía de tren que desembocaba hasta su meritito zaguán. En mis andanzas de adolescente pude ver excavaciones en el interior de sus tapias seguramente realizadas por buscadores de tesoros sabedores de la antigua tradición mexicana de enterrar el patrimonio familiar (oro y plata) en petacas o cántaros de barro para resguardarlos del pillaje revolucionario. En la explanada de aquella antigua hacienda en ruinas habían tierras de labranza en las que se cultivaba principalmente maíz y ocasionalmente cacahuate. Después de que el dueño del sembradío cosechaba el cacahuate me gustaba ir con mis amigos a pepener el sobrante que luego comíamos tostado o cocido. El primo Miguel (conocido hoy por mis hijos como ¡oh man!) apodado en aquel tiempo Pinocho, por poco pierde un ojo en aquellas singulares pepenas al caerse de frente sobre el cañuto seco de una caña que se le incrustó en el pómulo a escasos milímetros del ojo. En esos años, el periférico de la ciudad de Guadalajara era la avenida Plutarco Elías Calles, mas allá de la cual solo había llanos y sembradíos. Entre esta avenida y las ruinas de la hacienda, cruzaba un arrollo que en el siglo XIX debió ser digno de postales por sus aguas cristalinas, pero que en mi adolescencia se convirtió en el vertedero de las aguas negras de Guadalajara. Años después cuando la unidad tetlán llegó a sus riveras el municipio lo entubó por razones obvias de insalubridad desapareciendo en la actualidad todo vestigio de su presencia. El único vestigio que queda hoy de este arroyo es una desembocadura pestilente en la ladera de la barranca de oblatos cuyo caudal de inmundicia se incorpora al vertedero de aguas negras mayor que es el río Lerma Santiago.
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