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sábado, agosto 16, 2008

Vacas y guajolotes

Casi siempre me abstraigo del entorno al dirigirme al trabajo cada mañana. Veo pasar difuminado el verdor de la espesura que como un vallado se extiende por el borde del camino. Me he acostumbrado a la uniformidad de esmeralda del denso herbazal que se desparrama generoso por donde uno mire. Me he habituado al tránsito por la cenagosa laguna el limón, por el casi extinto río mezcalapa y por el exquisito túnel modelado por el enramado de los cocoites. Pero afortunadamente hay días como hoy en que una manada de vacas me obliga a hacer un alto desacostumbrado en el camino alejándome de la constante rutina. Mientras espero que hagan un espacio (que no tienen ninguna intención de hacer), marcho despacio tras ellas divirtiéndome con su desparpajo y parcimonia. Después de un minuto de ir a la zaga me asalta la idea de que puedan estar confundiendo el carro con un bovino de su manada. Entonces decido hacerles patente que no soy un cuadrúpedo y acelero un poco el motor. Ninguna vaca se inmuta y empiezo a perder la calma. Pasa otro minuto y en lugar de hacerse a un lado se desparraman aún más tan cachazudas como al principio. No me quedó más remedio que utilizar el claxon y ronronear con más estrépito el motor. A esta altura de los acontecimientos ya tenía otros conductores desesperados atrás de mí queriendo hacer uso de su derecho de vía.
De regreso del trabajo sucedió lo mismo. Esta vez fue un grupo de guajolotes que tomó la carretera como vía de tránsito. Otra vez me detuve ante la reticencia de estos emplumados de moco rojo de despejar el camino. De paso, los machos se dieron el tiempo de ponerse rijosos y altaneros esponjándose repetidamente frente al carro. De no ser por la suerte que les espera en navidad con gusto hubiera quitado el pie del freno.

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