Estoy en medio de un robledal. Piso sobre una gruesa y acolchada alfombra formada por hojas palmeadas color ocre que asemejan huellas en barro de aves acuáticas. Camino entre rocas parcialmente enterradas. Su tamaño es variado. Algunas me llegan a la rodilla, otras a la cadera y las menos, al hombro. La mayoría de las piedras tienen en la parte inferior una capa de musgo verde negruzca y en la parte superior tienen manchas de tonalidad ceniza que supongo son restos de musgo muerto de sed y de insolación. Escaneo con lentitud mi alrededor deteniendo la mirada en los racimos de bellotas verdes que cuelgan de los encinos. Observo las semillas del roble: su forma ovoide, su cascara dura y lisa, su corona rugosa que las hace parecer pequeños trompos barrocos. Aspiro el aroma dulce del bosque y escucho simultáneamente el crepitar que produce el viento al pasar por entre la basta hojarasca de los robles. No recuerdo bien lo que vine a hacer al monte. Por la edad que en aquel tiempo tenía no creo que anduviera solo. Lo más probable es que hubiera ido de acompañante de mi papá o de algún hermano mayor en búsqueda de leña para el fogón. La leña era en aquellos tiempos (más bien en aquel lugar) el único combustible disponible a kilómetros a la redonda. Se cortaba con hacha en tramos de 70 a 80 centímetros de largo y se hacían pequeños montoncitos de 20 a 25 tramos (según el grosor) que luego se liaban fuertemente hasta hacer un cilindro compacto que ya amarrado llamábamos tercio. Luego se cargaban sobre un burro quedando repartidos de a dos tercios de cada lado del animal.
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