Después de un día de calor agobienta, tenemos una esplendida noche de viento fresco. Nuestras vecinas las palmeras, altas y esbeltas como mástiles sin vela, se mecen y murmuran empujadas por los intermitentes y vigorosos soplos de la noche. El roce del aire hace que las duras hojas palmeadas redoblen su cuchicheo. La noche esta despejada y la luz blanca de las estrellas se acentúa por un fondo de terciopelo negro. Me surge el deseo de conversar con mi gemelo inmaterial. Mejor dicho, él es quién habla primero. Me urge a agudizar los sentidos. Me señala las melenas alborotadas de las palmeras comparandolas con largos tentáculos de anémonas de mar. Me ordena dar bocanadas del vinto que corre, que me concentre en su aroma y que le encuentre sabor. Dócil, hago todo lo que me ordena. Miro hacia arriba, a la cima de las palmeras y veo los tentáculos de las anémonas de mar en su movimiento de vaiven. Aspiro el aire fresco. Su olor es de hierba recién cortada y tierra recién humedecida con un ligero sabor dulzón.
1 comentario:
Las bondades de nuestra madre tierra se persiven, a lo largo de nuestra vida, cuando sentimos que nos ahogamos de calor, ahi nos trae viento fresco, cuando la lluvia no ahoga con sus anegaciones ahi esta el sol despejando todo indicio de lloviznas, en fin al parecer siempre esta dispuesta a complacernos, como si fuesemos los que en verdad dieramos ordenes a los cuatro cabos que sostienen nuestro orbe, asi poder vivir una vida no tan desesperanzada, al menos por lo que corresponde a ella y ¨ nosotros¨ solo dandoles de pinchazos....
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