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domingo, abril 22, 2012

Terco y sin ciruelas

Después de 12 horas de viajar en autobús de Poza Rica a Villahermosa no hallaba la hora de estar arrellanado en mi sillón con la mente en blanco. Con esta intención nos arrancamos Gladis y Yo a Reforma. Ella con el deseo de platicar un rato con su mamá y Yo con mi empeño en hacer mucho de nada. Cerca estaba yo de entender por qué el autobús que me trajo de Poza Rica  había dado tanto rodeo para entrar a Villahermosa. Todavía me iba a costar una hora inmerso en un rio estancado de automóviles y camiones para saberlo y después de soportar el castigo constante de un sol recalcitrante. Ya con la desesperación a tope reflejada en los rostros de aquél enjambre de conductores rabiosos alcanzamos a ver en el horizonte dos grúas de gran tonelaje con sus plumas enhiestas sosteniendo cada una un extremo de un nuevo y reluciente puente peatonal. La fila de coches se prolongaba fácilmente más de diez kilómetros en ambos sentidos. A ninguno de los que planearon esta maravillosa maniobra se le ocurrió instalar señalamientos que desviaran el tránsito hacia vías alternas. Un pequeño detalle insignificante para una carretera que es la única que tiene México para comunicar el norte con el sur y viceversa. Luego, como si esto no hubiera sido suficiente, Gladis se orilló en la carretera a comprar platanitos de esos que no son más grandes que el dedo meñique. Yo me estacioné tras ella quedando justo al lado de unas bolsas plásticas llenas de cetrinas, brillantes y antojables ciruelas. Sin tardanza tomé el radio y le solicité con vehemencia y la boca llena de baba que comprara también una de aquellas bolsitas. Ya las pedí –dijo. Perfecto –pensé a la vez que me imaginaba bebiendo grandes tragos de agua hecha con esa magnífica fruta. De pronto me sobrevino el temor de que le pudieran dar una bolsa llena de frutas verdes. Tomé rápidamente el radio para aclarar este importantísimo punto. Que las ciruelas estén maduras –le advertí. Un Ahá fue la respuesta. Poco después pude observar que el vendedor le extendía dos bolsas de ciruelas verdes ¡Estafa! –pensé. Tomé una vez más el radio para evitar aquél golpe bajo y chapucero. Ella me contestó con voz nítida y cantarina que para mañana ya estrían buenas. Pero Yo no las quiero para mañana –le lloriqueé para ablandarle el corazón. Su respuesta fue seca y contundente –no seas terco. Tomó carretera una vez más saldando el asunto definitivamente.

1 comentario:

pepe dijo...

Que ciruelas ta n tercas je je je