Desde que mi Papá decidió probar suerte en Guadalajara allá por el año 1965, regresé una sola vez a la Soledad Jalisco, la tierra de mi niñez. Soy malo para datar sucesos, pero si me obligan, les diré que fue un año mas o menos cercano a 1975. Por alguna razón que ya extravió mi memoria entre tantos estantes polvorientos de que está llena, no les podré decir que tripas motivó aquel viaje. El caso es que mi hermano Chuy y yo preparamos cada uno su maleta y nos dirigimos de buen ánimo a la terminal de autobuses de Guadalajara. En aquel tiempo esta terminal ostentaba aún la distinguida categoría de terminal de primera. En su exterior se vendían los entonces tradicionales birotes salados que median como un metro de longitud. Era medio día a mitad del año cuando llegamos a la cabecera municipal Huejuquilla el Alto. No creímos necesario avisar a nadie de nuestro viaje, razón por la cual nadie supo de nuestra llegada. Así éramos de sagaces y de prudentes. A esa hora todavía teníamos por delante un buen tramo que recorrer para alcanzar nuestro destino. Seguro que la idea era llegar de sorpresa a la casa de mi tío Encarnación en la Soledad. Jesús se tuvo la suficiente confianza como para llegar a nuestro destino sin más ayuda que la brújula de su memoria. Emprendimos entonces el camino a pie. Doblemente sagaces y precavidos. Todo lo que yo recordaba de aquel trayecto que recién íbamos a caminar era que antaño se atravesaba a lomo de burro, mula o caballo y que las poquísimas veces que lo recorrí de niño se me hizo poco menos que perpetuo. Lo que mi memoria guardaba de él era un pedazo de terreno pedregoso y deshabitado como de 20 kilómetros, sembrado de arbustos redondos y achaparrados conocidos como huizaches, además de muchos nopales de alturas y anchuras muy variados. Era ya de tarde cundo, de buen ánimo, empezamos a caminar al paso que nos permitían nuestras pesadas maletas. El ánimo empezó a decaer cuando el peso de las maletas empezó a hacer estragos en los entumecidos brazos. Además, el camino estaba muy lejos de ser todo lo transitable que imaginé. Las piedras filosas y las ramas secas de las márgenes hacían que nuestro desplazamiento fuera cada vez más lento y pesado. El ocaso nos sorprendió muy disminuidos en ánimos y en fuerzas. Para colmo de males nos empezó a llover ¿Que faltaba para empeorar nuestra ya precaria situación? Muy pronto lo sabría. Según los cálculos de Chuy llevábamos poco más de la mitad del trayecto recorrido. Si a estas alturas del camino nos hubieran ofrecido la oportunidad de abandonar lo que hace un rato considerábamos diversión y aventura de buen talante lo hubiéramos aceptado. Ignoro en que momento perdimos el camino. No reparé en ello hasta que Chuy no aguantó más y me lo dijo. Ya para ese momento no era capaz de ver ni mi propia mano con el brazo extendido. Solo aquellos desdichados que han tenido que caminar de noche en un monte, sin vereda, sin luna ni estrellas, y sin una linterna, entenderán a que me refiero. pronto la realidad nos rebasó. La lluvia, la negrura de la noche, el cansancio, los frecuentes tropiezos con piedras, nopales y huizaches, las constantes caídas en pozos y zanjas, y la cautela (por no decir miedo) a las víboras y alacranes, todo esto nos persuadió de no continuar con nuestra descabellada intención de llegar a destino a cualquier costo. Escogimos para pasar la noche un árbol que nuestras cabezas encontraron a costa de un chichón. Nos sentamos con la espalda apoyada en su tronco y nos dispusimos a pasar la noche bajo el precario cobijo de sus mondas ramas. Nada podíamos hacer para librarnos de semejante situación. Estábamos empapados y llenos de lodo. Cuando creía que ya habíamos tocado fondo, sentí unos pinchazos como de alfiler en todo el cuerpo. Eran hormigas que defendían el acceso a su hormiguero que les habíamos tapado con nuestros magullados traseros. Doloridos, empapados, ateridos, cansados, hambrientos y llenos de ronchas intentamos dormir en aquella obscuridad total. La negrura y el silencio absolutos agudizaron nuestros sentidos. Fue entonces que escuchamos los perros ladrar como en el cuento de Juan Rulfo. Los ladridos llegaban muy amortiguados lo que significaba que venían de muy lejos. Poco después, mirando en la dirección en la que intuíamos venían los ladridos, observamos a través de la inexpugnable noche, una fila de luces rutilantes que se desplazaban lentamente. Con mucha imaginación, pensamos, podrían ser personas con ocotes encendidos caminando una tras otra. Estas señales nos dieron el animo para reanudar la marcha en esa dirección haciéndonos olvidar los riesgos que con toda seguridad nos esperaban agazapados más adelante. Después de otra tantas caídas y más tropezones con nopales, cercas y huizaches, llegamos por fin a nuestro destino. Calculo que serian como las diez de la noche cuando estábamos atravesando el arroyo, único obstáculo que nos separaba de la casa de mi tío Encarnación. Lo huevos de rancho que cené aquella noche fueron los más ricos que he comido desde que tengo uso de razón. Al día siguiente nos informaron que estaban construyendo una carretera para comunicar Huejuquilla con la Soledad razón por la cual el camino real original había sido borrado en algunos tramos por la nueva carretera de terraceria. Ahí teníamos pues la causa de nuestro extravío. Días después supimos también que había fallecido un niño aquella fatídica noche y que las luces que nos sirvieron de guía a mitad de la noche las utilizaban las personas que se dirigían al velorio.
1 comentario:
Salir de un peligro eminente, tragedia de una muerte de un niño para salvar sus vidas a lo que puedo llamar milagro o bendición de Dios, saludos Mauro
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