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domingo, noviembre 24, 2013

Mi bautizo

Soy Alex. Ayer fui bautizado a las 13 horas en la parroquia del sagrado corazón de Jesús de Villahermosa Tabasco. La comida se sirvió en un bonito lugar de la misma ciudad. La fachada del edificio estaba coloreada de naranja y beige; había música ambiental que invitaba a los presentes a arrellanarse en sus mullidos canapés azules que estaban esparcidos a lo largo de los pasillos. Fue un bonito día soleado con nubes blancas y apacibles estampadas en un lienzo azul; estaban casi inmóviles, como si el mal tiempo les hubiera reservado un espacio de calma para salvaguardarlas de los azarosos vientos del norte. El viento suave y fresco que soplaba nos acariciaba con sus manos de seda que se extendían desde las márgenes del caudal perezoso del arenoso río carrizal. Mi ropón blanco de algodón tenia una delgada cinta de brocal con rallas diagonales de colores que corría a lo largo de los ojales y lo coronaba un bonito gorro que tenía una pequeña visera con la misma cinta de brocal que adornaba mi ropón. Todo el conjunto, combinado con los chapetes encendidos de mi cara rolliza, (está mal que yo lo diga pero) me daban el aire de un niño pintado por Velazquez. Mi mamá traía puesto un vestido de seda que, gracias a los buenos oficios de la gravedad y a las bondades de la tela, estaba ausente de arrugas y dobleces. Estaba estampado con anchas rayas horizontales anaranjadas y blancas. Su pelo largo le llegaba a los hombros y le resbalaba por la espalda en graciosos rulos como simulando una cascada. Mi sonriente papá, que nos miraba a través de sus negros lentes de carey, llevaba el pelo corto como de cadete militar que, ayudado por su barba de candado, disimulaba bien su calvicie prematura. Él vestía una bonita guayabera rosa pálido que hacia juego con su pantalón blanco marfil. Para la comida se dispuso de un bufete que se acompañó con una gran fuente de postres, bocadillos y botanas, adornada (así quiero pensar yo) con una gran fotografía de este su muy sonriente y seguro servidor. Para los niños había caballetes con grandes dibujos que esperaban ser pintados con pinceles y pastillas de acuarela, o para los que preferían saltar y echar maromas, había un castillo inflado con habitaciones y atalayas. A las siete de la noches ya no quería más queso. A esa hora ya estaba realmente engentado. Mis abuelitos ayudaron a mi mamá a acarrear con todos los bártulos (mi carreola, mi moisés, mis regalos y mi gran foto panorámica -autoría de mi tío abuelo Lucio) para darnos pronto a la fuga.

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