Ayer me levanté con la novedad de que niño y patón andaban sueltos en la colonia olfateando animadamente todo lo que encontraba a su paso sin un guía bípedo que los controlara. La última vez que esto pasó, niño se fue directamente a la casa de una vecina que siempre mantiene su perro amarrado en la cochera. Quién sabe por qué razón niño nunca hizo migas con este canino. Sin pérdida de tiempo se enfiló directamente a él saltándole sobre el cogote. De súbito, el silencio imperante en la colonia se transformó en una ambiente saturado de gruñidos y ladridos que se confundían con los gritos y vituperios histéricos de nuestra flamante vecina. Esta pelea de animales nos trajo consecuencias bochornosas como la de tener que escuchar estoicamente la perorata de la señora que tiene ínfulas de primera dama. Después de acusarnos de irresponsables por dejar libre a nuestro demoníaco cuadrúpedo, nos exigió llevar a su viejo mastín aporreado por el nuestro al veterinario porque ella no soportaba (según dijo sin empacho) ver a su querida mascota tan lastimada. ¡Cuanta sinvergüenza! –pensé. Ese pobre perro está amarrado día y noche los 365 días del año en la cochera, expuesto a las lluvias torrenciales y a los inclementes rayos del sol. Nunca he visto que lo bañen o le den una caricia aunque sea desdeñosa. Su pelo hecho bolas y lleno de basura inicialmente blanco, ahora está ennegrecido de cochambre. En el pasado, este perro era el terror en la colonia. Perseguía sin misericordia a los paseantes y llegó a matar a uno que otro perro de vecinos. No había nadie que le parara el alto y se hiciera responsable de todas las fechorías que protagonizaba. Yo mismo fui víctima de sus últimas travesuras (digo últimas por que ahora ya es muy viejo). Aquella vez regresaba a casa después de mi acostumbrada caminata nocturna. Al acercarme a esa maldita casa, vi al perro echado y amarrado como siempre en aquella su cochera que le servía de morada. Lo que no alcancé a observar para mi desgracia fue que estaba amarrado con un lazo como de ¡diez metros de largo! y la distancia que me separaba de él era de escasos 8 metros. Cuando me di cuenta de ese detalle ya tenía su hocico babeante a escasos tres metros de mi anatomía con su cuerpo tenso y sus pelos erizados mostrándome amenazante sus colmillos. Con el corazón a punto de salirse de su sitio y por puro instinto de conservación solo me dio tiempo de dar unos pasos hacia atrás que fueron suficientes para que el lazo que rodeaba su pescuezo se tensara antes de asestarme una tremenda tarascada. En aquella ocasión esta señora me salió al paso personificando a la responsabilidad más pura y convertida en auténtica protectora de animales. Nuestra política del buen vecino nos impulsó a llevar hasta su casa a un veterinario para que revisara al pobre animal, y digo “pobre animal” no tanto por la aporreada que niño le propinó, sino por el maltrato y olvido de que es objeto por parte de sus “responsables” dueños. Gladis acompañó al veterinario y este le dijo –este perro no tiene nada, lo único que tiene es un terrible descuido. Le administró un antibiótico y vitaminas y dijo: lo que este perro necesita es que se preocupen más por él. Supuestamente la señora no estaba en su casa pero Gladis presume que escuchó toda la conversación tras la puerta. Como su esposo trabaja en el mismo lugar que yo, al siguiente día fui abordado por este personaje para solicitarme muy digno una camioneta para llevar a su querido perro a Villahermosa con un auténtico veterinario. Le pregunté ¿Qué le hace suponer que su perro resultó más dañado que el mío? Permítame informarle que cuando llegué a donde se desarrollaba la pelea su perro tenía al mío por el pescuezo y el mío ya sangraba por el hocico. Hinchado de orgullo (lo que era mi intención) me contestó: si, es que mi perro es de pelea y está bien alimentado. Claro, le eché una mentirita para que dejara de dar lata. Asentí en todo lo solicitado. Ya se podrán imaginar la preocupación de Gladis y mía al recibir de sopetón una llamada telefónica en la que nos informaban que otra vez andaban niño y patón en sus andadas. Ya me imaginaba otra vez a la misma señora en su nicho de moral lanzándome sus improperios para luego dar cuerda a su maleable y querido esposo para que él continuara después pinchándome el hígado en el trabajo. Preocupado por lo que pudieran estar haciendo en esta nueva escapada, salí de casa al trabajo con la intención de dejar a Gladis sola con el problema (a mí ya se me había echo tarde). Casi a la salida de la colonia vi a lo lejos a los dos perros caminando juntos. Paré el coche y bajé de él como alma que lleva el diablo. Logré atrapar a niño (patón no me preocupaba) pepenándolo por el cuero del cuello. Así caminé agachado forcejeando con él unos 500 metros hasta la casa en donde ya Gladis me informaba que patón ya estaba adentro. Llegué a casa casi desfallecido por el cansancio con la respiración entrecortada y las piernas como de trapo. Todo esto originado por el esfuerzo, el estrés y a la posición con la que me desplacé todo el trayecto obligado por las circunstancias. Casi en la puerta de la casa tropecé y las piernas no me respondieron y me fui de boca hacia adelante hasta que el piso detuvo mi descontrolada carrera. Tal vez por mi apariencia que reflejaba un gran agotamiento y por mi aparatosa caída en la que apenas interpuse las manos como defensa, Gladis pensó con seguridad que me había dado un paro cardiaco o algo similar. Ya más tranquila ella y más repuesto yo, me dio un aventón hasta el lugar donde había dejado tirado el coche para continuar con mi objetivo original: ir al trabajo. Seguramente Gladis se asustó porque como una hora después me llamó al trabajo para preguntar por mi salud. Todo esto pasó porque María (la sustituta de Romana) no echó llave a la puerta el fin de semana. Con todo este ajetreo Gladis ya amenazó con regalar a los perros. Dice estar harta de hacerse cargo de ellos, herencia que le dejaron Kory y Pedro, porque Ale no cuida ni a su perico.
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