En los primeros meses de 1965, con mis 6 años cumplidos, estaba muy lejos de sospechar que mi vida iba a dar un giro antes de terminar el siguiente año. Recuerdo que en esta época disfrutaba de las cosas simples que la naturaleza tenía a mí alrededor. Mucho me divertían las cosas triviales que la vida del campo me ofrecía. La Soledad era un asentamiento de casas desperdigadas que no rebasaba el centenar y que estaba dividido en dos partes por un río que desembocaba en una pequeña presa. En las márgenes de esa presa, mi papá cultivaba hortalizas como la cebolla. En ese lugar, me daba gusto contemplar a los patos nadando apacibles en aquel estanque de agua color ceniza, retozando, aleteando, graznando, y esporádicamente hundiendo sus cuerpos plumíferos en aquel líquido fresco en busca de su alimento; escuchaba el ruido que producía el agua al azotar repetidamente sus pequeñas y tímidas olas contra la tierra fangosa que les servía de contención. Todo esto me producía un estado de relajación que ayudaba a echar a volar mi imaginación. Aún me veo caminando en aquel terreno semiblando, agrietado por el sol de mediodía, mientras fantaseaba con derribar un “tildío” (especie de ave) lanzandole terrones blandos que casi siempre (cuando lo hacía) se desmoronaban en el aire. Del campo recuerdo la frescura y la escarcha matinal de los pastizales, las liebres esbeltas corriendo y saltando ágilmente entre los arbustos; el suave crujir de las hojas secas de los robles bajo el pié inconciente de los caminantes; el chicloso barro rojo que en época de lluvias se formaba en las márgenes del río y con el que creaba mis propios frankesteins; las gallinas a las que les robaba su producción de huevos para sorberles el contenido a través de agujeros apenas perceptibles; el desgranamiento a mano limpia del maíz, los nopales, las tunas de castilla, los talayotes, el deshierbe de la milpa con su plaga de abrojos y tomatillos. En esos años, los juguetes que me divertían eran fabricados con mis propias manos. Así, un simple recipiente de aluminio, que originalmente sirvia para contener sardinas, se convertía con ayuda de un hilito y una gran dosis de imaginación, en un flamante camión de carga que transportaba guijarros y tierra. ¡Las noches en el campo!, no hay nada parecido. Las estrellas lucen brillantes sobre un cielo plagado de constelaciones. Vi estrellas fugaces, un cometa reluciente con su cola majestuosamente desplegada (probablemente el Ikeya Seki) y posiblemente fui testigo de las primeras naves espaciales orbitando la tierra, adelanto tecnológico desarrollado con fines propagandísticos por las potencias protagonistas de la guerra fría con el propósito de convencer a la humanidad de las bondades del comunismo y/o capitalismo (claro, yo estaba muy lejos de pensar en esto). Nunca imaginé que un año después dejaría esta buena vida para siempre y solo regresaría a ella una vez en los próximos 40 años. El plan original según me cuenta mi hermana Toña, era emigrar a la costa de Nayarit, lugar en que mi papá planeaba ganarse la vida cosechando tabaco. Pero antes de llegar a ese destino, optaron mis padres por visitar a su hija Toña que estudiaba y trabajaba en la ciudad de Guadalajara. Ya en la capital de Jalisco, mis hermanos emitieron su opinión e inclinaron la balanza para que mis padres probaran suerte en la perla tapatía. Lo demás es historia.
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