Hoy, después del trabajo, decidí podar nuestros raquíticos rosales. Me armé con unas pinzas compradas por Gladis específicamente para este fin y empecé la tarea de cortar lo que a mi parecer sobraba o deslucía. Si pudieran hablar o moverse estas tiernas matitas correrían gritando aterradas al ver aquel ente con tan grandes pinzas acercándose con intenciones malsanas a sus escuálidos tallos. Pero como no fue el caso, empecé cortando las flores ya marchitas para proseguir después con las ramas mal encaminadas. Cuando terminé, quedó el pasto alrededor de las macetas lleno de extremidades espinosas y restos de lo que fueron rosas coloridas. La idea de la poda me sobrevino ayer en la noche al estar parado en medio del jardín que a esa hora era bañado por la luz de una luna redonda hermosamente iluminada. Debo decir que un apagón fue el responsable de que yo saliera a deshoras de la noche a encontrarme con esa estampa surrealista que hacía mucho no contemplaba. El ambiente estaba iluminado con una claridad de perla que daba al escenario un alucinante efecto de una fotografía en sepia. El destino de los rosales quedó sellado cuando aquella luz mortecina dejó al descubierto unos tallos delgados y amorfos responsables de una sombra de ultratumba.
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