“Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga” Nos han dado la tierra. Juan Rulfo.
Salimos de Huejuquilla el viernes 30 de septiembre poco antes de mediodía. El trayecto de Huejuquilla a La Soledad es una aglomeración de cerros y valles escarpados de escasos asentamientos humanos. El cielo estaba despejado y corría un aire fresco. Donde quiera que los ojos se posaban encontraban matorrales en floración. Es la época en que explota la clorofila y hay en los campos un arrebato de flores silvestres. El fondo de cada valle conduce arroyos transparentes que abrazan las piedras formando orlas de espuma blanca a su alrededor. Después de media hora de manejar en la estrecha carretera pavimentada, llegamos a una bifurcación en el camino. Calculé que nos encontrábamos como a la mitad del recorrido. Uno de aquellos ramales continuaba pavimentado y el otro era terracería. Obviamente elegí la desviación pavimentada. Me tomó 20 metros advertir, después de salvar la primera curva, que la carretera había sido engullida por un manto verde de huizaches. Después de descolgar los ojos de aquellas ramas espinosas, desandamos el camino hasta llegar de nuevo a la bifurcación. El día anterior había llovido y el sendero de terracería se había transformado en lodo. A partir de allí, el chasis del carro optó por hacer una decidida protesta que expresaba mediante unos chirridos que me helaban la sangre. En la Cuesta de Yugos la situación del chasis se tornó más machacona; el chirrido inicial se convirtió pronto en un continuo martilleo al azotar el fierro contra el empedrado del camino. Yugos; nombre muy acertado para esta condenada cuesta tapizada de cantos rodados del tamaño de sandías. Mi boca descanso de expulsar conjuros y jaculatorias cuando llegamos a la cima de la escabrosa cuesta de Yugos. A partir de allí las condiciones del camino mejoraron parcialmente: con la ayuda de los vehículos que nos cruzaban, el carro adquirió pronto el aspecto de chiquero de cochino. Todo se me olvidó cuando alcanzamos el llano. Entramos a una área plana y despejada. Hasta allá lejos, en el horizonte, se distinguían los cerros azulados que rodeaban aquel llano grande. Sentí una grata sensación de libertad, de silencio y de nostalgia. En la lejanía, me pareció ver a un niño güero como de 5 años que vestía un raído pantalón corto. Totalmente abstraído, arrastraba mediante un cordón de ixtle una lata de sardinas llena de guijarros.
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