Estos días me han pesado como plomo. Esta ancla me ha restado impulso para escribir. El cansancio me cierra los ojos. Me aguarda al acecho en cualquier lugar esperando un pequeño descuido para darme con un palo en la nuca y mandarme sin escalas al mundo de las imágenes oníricas. Salida de este mundo de sueños me pareció que venía una familia que cruzó por mi camino hace unos días. La mujer era enjuta, de muy pocas carnes, puro hueso envuelto en pellejo, como de treinta años. Tenía el pelo hirsuto y enmarañado, a todas luces alejado de peine o cepillo. Su ropa era sencilla y deslucida, síntoma de una exposición prolongada a las inclemencias del tiempo. Su cuerpo encorvado tenía signos de haber llevado por mucho tiempo (quizás desde nacimiento) el lastre de la pobreza. Además de ese peso invisible que su espalda llevaba, en su regazo había un niño de mirada triste y dócil, de cabeza grande y cuerpo pequeño, señal de desnutrición añeja. Ella estaba parada en la banqueta viendo con tristeza y desaliento el ir y venir de su pareja. El hombre de cuerpo seco, esquelético, como de 35 años, evocaba la imagen de una bolsa de papel de estraza sin aire, como si alguien sin escrúpulos hubiera sorbido con popote su contenido dejado el contenedor a merced del viento. Se paseaba de aquí para allá como guiado por unas manos caprichosas, siempre con una sonrisa en el rostro que más parecía una máscara esculpida por el sufrimiento que un sentimiento de verdadera emoción. Con una actitud sumisa y aquella mueca petrificada en las comisuras se acercaba solícito a las personas que se arremolinaban en la cervecería con el fin de comprar un six para el camino. Su cara joven tenía la apariencia acartonada de una momia milenaria y su risa permanente mostraba sendas ventanas obscuras que denotaban la ausencia de muchos dientes. Su pelo era lacio y estaba aplacado con una buena dosis de aceite que lo mantenía relamido y pegado al cuero cabelludo. Alrededor de la mujer y totalmente ajenos a la batalla que por la sobrevivencia libraba el hombre, completaban la escena dos niños vivarachos y saltarines. Sus semblantes inocentes, serenos y despreocupados contrastaban con los surcos de preocupación dibujados en la frente de su famélica mamá. Los niños se divertían totalmente sustraídos al drama que se desarrollaba a su alrededor y del cual formaban parte sin querer. Por un momento vi los ojos de la bestia y su enorme hocico amenazante me gruñó como si mi estupor amenazara su alimento. No, no fue un sueño, solo fue que el mastín de la pobreza.me miró muy feo.
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