Veo nubes gordas de orillas onduladas que se acercan con intención de soltar su carga. Puedo asegurar por el aspecto que presentan sus abultadas barrigas que están ansiosas por desenganchar su lastre. Me parece estar viendo bolas enormes de algodón recorriendo el cielo, libres del adhesivo que a todos nos impone la gravedad. Hijas del sol y del mar, alimentándose de vapor, flotan indiferentes hasta ponerse rollizas, para luego, perezosas, dejarse llevar por el viento a tierra firme. Esto sucedió en la tarde mientras iba por la carretera en dirección a la casa. Luego, ya en casa, sentado en la cocina ante un plato hondo de consomé, vi a través de la ventana que las nubes no aguantaron el dolor de mantener por más tiempo sus abultadas vejigas. El olor característico a tierra húmeda se esparció con rapidez llenando con su aroma de nostalgia (para unos), y de alegría (para otros), todos los rincones. La tierra templada se llenó de hilos vaporosos que ascendían con lentitud hasta que el soplo del viento los mezclaba con la briza. Se me figuró estar viendo las gardenias beber alegres el líquido fresco y transparente mientras sus hojas se zangoloteaban con cada gota de agua que caía. Pequeñas ráfagas de aire me traían a la mesa el rocío fresco del exterior obligándome a levantar la vista del plato. Vi entonces las gotas caer verticales una tras otra como cuentas de un rosario de cristal interminable. El agua desaparecía en la tierra casi inmediatamente que caía, como si temerosa, se apresurara a beber todo ese líquido antes que alguien le pudiera cerrar el grifo.
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