Ayer llovió en la noche y el agua llegó acompañada de truenos, relámpagos y de bastantes rachitas de viento fogosas y exaltadas. Durante la tormenta Gladis y Yo nos disputamos la regadera eléctrica que tenemos en la ducha porque es bien sabido que en estos berrinches de la naturaleza la energía eléctrica se asusta y corre despavorida dejándonos tiesos en medio de la negrura. Cuando esto sucede la colonia es iluminada solo por los breves destellos azulados de los relámpagos y por la luz anaranjada y titilante que los mecheros de Pemex tiene esparcidos en esta comarca. Afortunadamente esta vez la luz aguantó vara estoicamente y mantuvo firme su posición con el mismo celo con que lo haría un centinela de trinchera. Hoy la espesura amaneció despeinada. Los tallos y ramas aparecen desordenados y es difícil ver uno medianamente recto. El viento estuvo de fiesta –pensé. En la carretera pude observar retazos de enramada esparcidos en el asfalto. Un sembradío de maíz de apenas un metro de altura mostraba áreas circulares con milpas acostadas totalmente horizontales. Si Jaime Maussan viera esto segurito arma un buen reportaje. Infinidad de charcas se mostraban en cada depresión del terreno luciendo una superficie salpicada de hojas y ramas dando la impresión de ser grandes platos de sopa con su respectiva guarnición de vegetales. La escena de unas charcas formadas en los leves hundimientos de unos prados, sobre una gruesa capa de pasto, me recordaron mis júbilos de niñez relacionados con la lluvia: “caminar descalzo por el campo pisando aquella superficie blanda y acuosa formada por agua, hierba y lodo. Los pies me llevaban en dirección al arrollo en el que terminaba, sentado en sus orillas, haciendola de orfebre, al lado de un montón de barro rojo.” Aquí no hay barro para modelar con las manos, lo que si hay son múltiples y efímeros instantes en espera de ser capturados con palabras o en imagen.
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