Todos los días de regreso del trabajo me encuentro con el fuego del crepúsculo. Una brasa ardiente sin ceniza flota en el claro cielo de la tarde. La apacible esfera roja me acompaña mientras se divierte rozando su circunferencia contra la copa de los árboles. Es un círculo perfecto dibujado en un limpio lienzo azul. Es como si el cielo tuviera rostro. Un rostro rojo de venrgüenza al percibir que sus horas fulgurantes y fogosas ya pasaron. El ocaso es su kriptonita. No encandila. No quema. Es la hora de esconder de los hombres su tibieza y timidez tras el acantilado del horizonte.
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