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domingo, febrero 18, 2007

Pedro Conchas González

Nació en el año de 1924 en La Soledad, municipio de Huejuquilla el Alto Jalisco. Nacido apenas dos años antes de iniciada la revolución cristera. Hijo de Pánfilo Conchas Marrufo y Apolonia González Sánchez. Aquella época fue mala para recibir el regalo de la vida, y es que era arto difícil mantenerla. Se hizo hombre él solo, igual que muchos otros que fueron producto directo de la revolución mexicana de 1910 y de la guerra cristera de 1926. Aprendió a leer y a escribir en forma autodidacta. Se enseñó a hacer cuentas con maicitos, frijolitos y piedritas. Le tocó vivir el rescoldo de los tiempos más difíciles del país. La ley en aquella época, era la que imponían los ricos hacendados y los jefes revolucionarios “levantados”. En esos sagrados tiempos, las haciendas no tenían linderos. Los límites de la “propiedad privada” eran movidos a capricho por los hacendados. Antes de la revolución, solo existían en México dos clases de personas: los hacendados y los peones. Por tal motivo estos últimos se fueron de “bola” a la revolución motivados por el grito de Emiliano Zapata: TIERRA Y LIBERTAD y su idea revolucionaria de: LA TIERRA ES DE QUIEN LA TRABAJA. Miles de muertos después, terminó la revolución con la promesa del gobierno de expropiar los latifundios (haciendas) y repartirlos entre los pocos sobrevivientes de aquella bola revolucionaria. ¿Pero que creen? Pues no pasó nada. Los ladinos hacendados hacían contubernio con las autoridades locales para darles puro “atole con el dedo” a aquellos pobres desletrados. Entonces dizque empezaron a “cumplir la ley” cediendo solo aquellos terrenos que no les servían de nada: las barrancas y los desiertos. Fue así que se empezó a poner fea la cosa otra vez. Los desposeídos empezaron a organizarse para formar un frente común que les permitiera litigar un reparto justo ante el gobierno. Estos grupos fueron conocidos como agraristas o comuneros. Mientras el gobierno emitía una resolución que obligara a los hacendados a cumplir la ley sin chapucerías (tarea arto difícil por la siempre viva corrupción) los pobres tenían que sobrevivir, y para lograrlo era necesario sembrar. Y pues ni modo, a sembrar donde se podía y a proteger la labor con la propia vida si así era requerido.
Así estaban las cosas cuando a Pedro Conchas González lo sorprendió la juventud. En la Soledad, había una guerra declarada entre los ricos hacendados y los pobres comuneros. Pedro Conchas era uno de los comuneros que mas hacía por la causa. Era famoso en las juntas que organizaba el grupo con el fin de recaudar fondos. Él era el primero (entre los pocos que tenían recursos) en ofrecer una vaca o un toro para los gastos del interminable litigio. Por este liderazgo involuntario, andaba siempre a salto de mata, huyendo de los soldados o de la policía federal que lo perseguían por calumnias infiltradas por los mismos hacendados. Y es que los “señores” de aquel rumbo lo consideraban un verdadero peligro para sus intereses particulares.
Yo tenía casi dos años de edad aquella noche del 29 de octubre de 1960. Empezó a correr el rumor, que los “señores” hacendados iban a destruir la labor (siembra) del comunero Margarito. Se lograron reunir 17 comuneros (de un grupo de 100) para ayudar a aquel compañero a cuidar su cuamil. Solo 4 de los 17 iban armados con pistola, uno de esos 4 era Pedro Conchas. El resto solo iba a la velada a comer elotes y a sacar plática. Así, entre plática y plática pasaron las horas de aquella noche, sin novedad, iluminada solo por esa hermosa luna de octubre (como dice la canción). A las 12 de la noche, cuando ya apagaban el fuego para regresar a sus casas, el infierno se desató. Entre los relinchos de los caballos y el ruido de los disparos, los comuneros alcanzaron a escuchar ¡Vámonos arrimando! ¡No, no se arrimen! ¡Aquí vamolos quemando!
Antonio Muñiz (cuñado de Pedro Conchas) recuerda que los compañeros que no traían arma, salieron a rastras en busca de refuerzos protegidos solo por la penumbra y la milpa. La luz de la luna antes amiga, ahora se convertía en enemiga. Aquellos fulanos eran como 35, todos armados y a caballo. Nosotros solo éramos cuatro y a pié. Después de 20 minutos de balacera, durante los cuales nos movíamos continuamente como lagartijas entre la milpa para no presentar blanco fácil, nos dimos cuenta de que el parque se nos agotaba. Si queríamos tener un chance, uno de nosotros tenía que ir por más parque mientras los otros se quedaban a continuar la batalla. Yo mismo me ofrecí para ese trabajito, les dejé el parque que me quedaba a los compañeros y conservé solo la carga de mi pistola por lo que se pudiera ofrecer en el camino, y pues ahí voy, arrastrándome entre arbustos espinosos, entre pencas de nopal, entre piedras filosas y picudas, y entre una lluvia de luces rojizas que me zumbaban por todos lados. El camino que llevaba a mi casa me obligaba a pasar cerca de la casa de uno de esos fulanos. Y mi sorpresa fue la lloradera de mujeres que escuché al pasar por ese lugar. ¡Ya nos echamos a uno! –pensé. Llegué a mi casa con el cuerpo todo ensangrentado y sin balas en mi pistola. En ese momento no sabía si me había alcanzado una bala o si la sangre era de tanta espina que traía encajada en las manos y en la panza. Oiga, viera que lloradera de mujeres también en mi casa, y es que de lejos se veía fea la cosa. Se oían bien los balazos y se veían mejor los fogonazos. Y mire, las mujeres ya no querían que yo regresara ¡Te van a matar Toño, no vayas! Y se me colgaban de todos lados para que yo no me regresara. Entonces mi papá Dámaso Muñiz Caldera me dijo –váyase hijo, no los deje solos. Lleveles el parque porque han de estar muy apurados, y que Dios me lo bendiga.
Estos cuatro valientes, aguantaron afortinados por espacio de 2 horas más la andanada de balazos de aquellos 35 sujetos dispuestos a matarlos sin piedad. La trifulca terminó cuando llegaron los refuerzos de los comuneros y los de a caballo se vieron obligados a pone tierra de por medio al verse igualados en número. Este hecho quedó inmortalizado en un corrido local, algunas de cuyas estrofas dicen:

Gritaba Pedro Conchas González
¿Por qué retroceden bueyes?
¡Haciendo uso de las armas
Desobedecen las leyes!

Antonio Muñiz Camacho
Hecho mano a su pistola
Y como las codornices
Se desbandó aquella bola

Decía Pedro Conchas González
Con la pistola en la mano
¡Si vienen a ver a su padre
Traigan todos sus hermanos!

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