El martes recibí mis nuevos lentes. Antes no los utilizaba más que para leer. Según la opinión del oftalmólogo ya va siendo hora de que los utilice para siempre. Me informó también que debido al exceso de carnosidad que tengo en el cuerpo, parte de ella se me está colando al interior de los ojos. El ojo derecho está siendo más acaparador que el izquierdo. Válgame, resulta que la igualdad no existe ni en los ojos. No estamos haciendo buenas migas las antiparras y yo. A cada rato me quieren zancadillear. El miércoles trastabillé en la escalera de la oficina y poco faltó para que mis dientes quedaran regados en el piso. Hubiera sido lamentable ensuciar desde temprano ese piso tan lustroso además de que hubiera representado un fastidio para las personas que hacen la limpieza. Que fácil es romperse la crisma sin ayuda, y sin siquiera pensarlo. Un dolor sordo en la rodilla izquierda me recuerda cada rato esa traicionera zancadilla. Por más que los especialistas echaron mano a los últimos adelantos en la óptica, y por más que realizaron un sinnúmero de cálculos peliagudos (la persona de la óptica en ratos cerraba un ojo, en ratos se mordía la lengua, en ratos fruncía el ceño y en ratos se limpiaba la sudoración), creo que estos lentes nomás no se lograron. Su sistema progresivo parece que quedó chueco o quizás los resortes de mi sistema óptico perdieron ya su brío. Estoy convencido de la dificultad que enfrenta la tecnología al intentar copiar lo que la naturaleza hace sin ningún esfuerzo desde hace miles de años. El caso es que esta semana me di de alta (como elemento sobresaliente) en el concurrido grupo de débiles visuales.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario