No se por qué motivo recordé hoy al maestro Fer. Este hombre de edad avanzada que arañaba, en mis tiempos de facultad (primer semestre) los 70 años, que tenía el cuerpo enjuto y espigado, y unos huesos sin acompañamiento de carne, era mi maestro de física. Su caminar lento y algo enroscado hablaban de su amor por la docencia y de su afán por hacer digerible la repelente sopa de fórmulas a su inapetente estudiantado. Era atento, bromista, y rebosaba jovialidad. Sus clases eran una auténtica delicia porque sabía convertir la pesada jerga pragmática de la mecánica de la física en auténticos relatos hilarantes llenos de fantasía. Por ejemplo, empezó el semestre diciendo "todos sabemos que la constante gravitatoria terrestre es de 9.81 metros sobre segundo al cuadrado ¿verdad? Siiiii, gritamos en coro todos. Bueno, pues a mi no me gusta el engorro de los decimales así que en esta clase vamos a suponer que la velocidad a la que cayo la manzana del manzano, y que le reboto a Sir Isaac Newton en la cabeza fue de diez metros sobre segundo al cuadrado ¿alguna objeción? Nooooo, contestamos todos en coro". Cerró el tema diciendo "mi experiencia escolar me ha enseñado que con esta suposición no causaremos la caída de ningún cohete o no erraremos un alunizaje, así que manos a la obra" Todos entusiasmados, tomamos el lápiz, abrimos el cuaderno de notas, orientamos la calculadora, y nos dispusimos a calcular el movimiento parabólico con el reciente valor descubierto de la gravedad. Fer era un entusiasta fan de la fotografía. Tenía muchas cámaras fotográficas de distinto modelo. Una vez, mientras mostraba un artefacto que parecía una pistola de rayos láser sacada de una película de ciencia ficción de los años 60 dijo "muchachos, este modelo de cámara fue llevado a la luna por un Apolo". Le gustaba congelar los momentos en imágenes, ya sea en color o en blanco y negro, que después compartía con aquellos alumnos que lo solicitaban. El registro histórico escolar que hoy conservo en fotografías se lo debo a él. Desafortunadamente en ninguna de ellas apareció mi maestro. Hoy, después de treinta y cinco años, no sé qué ráfaga de viento me trajo su recuerdo, pero lo que le alcancé a pepenar lo escribí aquí. Gracias maestro Fer.
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