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miércoles, diciembre 25, 2013

Navidad en la Soledad

Hoy estuve recordando las Navidades en la Soledad (municipio de Huejuquilla el Alto) Jalisco. Entonces tendría entre 4 y 5 años. Imagínate un lugar sin revistas, periódicos, radios, televisiones, electricidad, automóviles, bicicletas, calles, comercios, dinero, telégrafos, correo, libros, ni nada de lo que hoy tiene cualquier pueblo de quinientos habitantes. Un lugar apartado, con llanos tapizados de flores violetas y amarillas, barrancas y florestas. Con pequeñas parcelas sembrados de maíz. Con magueyes, nopales y huizaches. Con caballos, mulas, burros y aves de corral ¿Ya lo tienes? Entonces ya estás en la Soledad. Tener un chicle o un dulce en la boca era en aquel lugar una verdadera fortuna y una absoluta delicia. A esa edad había comido plátano una sola vez (apenas una porción pequeña) y su sabor y textura me habían dejado prácticamente noqueado y escuchando piar a los pajaritos alrededor de mi cabeza. Las noches de diciembre son frías en la Soledad. El aire y el agua muerden. Las pilas de agua reciben la tenue luz del alba a través de una tecata de hielo delgada formada bajo la influencia del vaho frío de las sombras. A las ocho de la noche todo es obscuridad y silencio. Sólo las llamas del ocote abren un portillo en la negrura a través del cual sólo se observan las siluetas y los contornos de los cuerpos de los familiares. El único ruido que se escucha en el ambiente de penumbras apretadas es el crepitar que la flama arranca al ocote mientras que este llora gotas de recina. La flama mortecina del ocote tiene la gallardía de producir más humo que luz. Esta gallardía atiborra las fosas nasales de hollín y hace lagrimear los ojos. La protesta airada de nariz y ojos contra la feliz flama danzarina del ocote es inmediata. Es mejor apagarla y marcharse a dormir temprano. El cielo es un enjambre apretado de luces rutilantes que da gusto ver. La víspera de la noche buena era yo un manojo de ansiedad. La expectativa del regalo que El Niño Dios me iba a dejar esa noche me impedían conciliar el sueño. Era menester dormirse temprano para que aquel tímido niño decidiera acercarse a depositar el encargo en mi cabecera. La palabra encargo es un decir. Yo nunca encargué nada. No era la costumbre.  Después de muchos trabajos para convencer al sueño de que me llevara a dar un paseito por ahí, mi despertar era una explosión de ansiedad mezclada con alegría. Entonces abría los ojos, o sentía que los abría porque igual no veía nada. Era aún de madrugada. El alba todavía no asomaba su cara roja y regordeta en lontananza. Luego, tímidamente, dirigía mi mano derecha a la cabecera de mi catre deseando con el fervor de una plañidera que mis dedos tentaran algo sólido ¡Si, ahí estaba! Mis dedos trasmitían al cerebro, locos de alegría, la información sobre la textura, forma y tamaño de lo que tocaban ¡Galletas! ¡Dulces! ¡Qué alegría! No podía esperar un segundo más. Sin hacer ruido, para no entorpecer la retirada del Niño Dios, tomaba la primera golosina. Luego la llevaba lenta y ceremoniosamente a la boca que ya ansiosa esperaba abierta la entrada triunfal de aquella primera y dulce maravilla ¡Qué delicia! ¿Deseaba otra cosa? ¡No señor! No hubiera cambiado aquella magia superlativa por nada entonces conocido. Ahora, cinco décadas después, la nostalgia me trae el recuerdo de esas noches cargadas de ansiedad y alegría como sí hubieran sucedido ayer. Hoy tengo en mis oídos el repiqueteo del eco nítido de aquellos murmullos felices cuando tocaba anhelante aquel plato que contenía un puñado de galletas de animalitos y una porción (lo que puedían agarrar cuatro dedos de la mano) de una mezcla de dulces de cacahuate y de barrilito a granel.

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