Hoy amaneció y anocheció lloviendo. Fue un día de agua. Gladis estuvo todo el día inquieta. Los que la conocemos sabemos de su aversión a que se le moje la ropa mientras la trae puesta; aversión que casi raya en la fobia. Por otro lado está su necesidad diaria de ejercer su libertad y satisfacer su gusto jacalero. Y es que después de dos o tres horas continuas en la casa a ella le empieza a dar escozor. Va y viene por todos los rincones de la casa; hace y deshace aquí y allá buscando el ensalmo que alivie la alergia que le produce la casa. En esos momentos procuro no entorpecerle el camino ni sacarla de sus profundas cavilaciones si no quiero convertirme en diana de sus filosos dardos que algunas veces acostumbra embadurnar en curare. Esta vez, como no amainó el agua en todo el día no hubo más remedio que permanecer en casa. Entonces la limpió a consciencia. Restregó sus pisos con muchos bríos como queriéndoles sacar sangre. Mientras lo hacia parecía pensar "si tu me quieres fregar, antes yo te friego a ti". Ahora la casa luce impecable, ordenada; nada hay fuera de lugar. El arbolito de Navidad, que casi toca el techo, luce ahora soberbio con sus esferas moradas que multiplican por diez las luces de los foquitos. La humedad que dejo la lluvia desprendió el aroma a bosque que el pino guarda en sus agujas inundando la casa con su estupenda fragancia de fresca naturaleza.
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