La infancia de Pedro fue de carencia material pero abundante en relaciones afectivas. Los hermanos de Gladis lo consentían como si fuera su primer sobrino y sus papás lo adoraban como si hubiera sido su primer nieto –fue el primer varón nacido de una de sus hijas-. Y nosotros, bueno, que les puedo decir, esperábamos con ansia y mucho amor su llegada –Gladis llegó a pensar que yo era puque (estéril en lenguaje chamula)-. Pedro siempre inspiró ternura en las personas que lo conocían además de producirles admiración sus frecuentes y desbordadas ocurrencias innatas. El tenía como dos años y medio cuando don Emilio empezó la construcción de nuestra casa en Reforma. Este señor es testigo de Jehová al igual que la familia de Gladis. Los testigos de Jehová visten muy formal, son muy amables y hablan muy tranquilo, despacio y pausado –bueno, al menos los que yo conozco por acá-. Entre ellos se dicen “hermano(a)” y se ayudan mutuamente en situaciones difíciles sin esperar absolutamente nada a cambio. Desde un principio Pedro mostró un especial interés por los trabajos manuales. Particularmente le llamaba la atención cualquier objeto que pudiera sujetar con la mano para después estamparlo contra otro o contra el piso, retorcerlo o estirarlo para ver que le pasaba. Era afecto a deshacerse inmediatamente de cualquier “trapo” que su mamá le ponía para después correr por el patio o por la acera como Dios lo trajo al mundo. A él le importaba poco –por no decir nada- las risas que producía en la gente que lo observaba correr de aquí para allá totalmente en pelotas y ajeno a lo que pasaba a su alrededor. Las secretarias de la presidencia municipal con frecuencia interrumpían su trabajo cuando Pedro andaba afuera de la casa encuerado con su “tilingo lingo” al aire solo para ver aquél niño que les parecía curioso, simpático y desvergonzado. Siempre que Pedro veía trabajar a don Emilio, inmediatamente se le unía con la pala, con el martillo, con la cuchara o con cualquier otra cosa que estuviera a su alcance y que pudiera sujetar con sus manos. Entonces don Emilio le decía: –Pedrito, si me quieres ayudar tendrás que ponerte ropa, los hermanos no trabajamos sin ella-. Si “mano milio” –respondía Pedro y echaba a correr con su mamá para que lo vistiera. Casi siempre ocurría que ya “trabajando”, a Pedrito se le dificultaba hacer algo, tal como martillar, trasportar ladrillos o sujetar algo con alambre. Ya enfadado de intentarlo una y otra vez invariablemente decía: -¡puta male!-. Pedrito, los hermanos no decimos groserías –le recriminaba don Emilio-. Ligo gloselías solo cuando me enojo “mano milio” –le contestaba Pedrito sin interrumpir la tarea que en ese momento hacía-. Don Emilio entonces se reía cayendo en la cuenta que el hermano Pedrito estaba lejos de tener remedio.
La mayor preocupación que nos ha hecho pasar fue la ocasión en que tratando de “armar” un avioncito, se le ocurrió unirlo con “cola loca”, no tardó en suceder lo inevitable: como no salía el pegamento oprimió el recipiente con fuerza, entonces salio un chorro de líquido que le salpicó los ojos. No recuerdo haber conducido un vehículo más rápido que en esa ocasión sin que Gladis abriera la boca para protestar. Hicimos escasos 30 minutos desde Reforma hasta el hospital de Villahermosa. La reacción de las enfermeras a la pregunta de: -¿qué le paso al niño?- era un ¿Queeeeeee? “muy alentador”. Después de estar en observación toda la noche de ese día y toda la madrugada del siguiente, llegó por fin el oftalmólogo a revisarlo, informándonos -después de unos minutos que a nosotros nos parecieron horas- que iba a estar bien, que la membrana superficial dañada se iba a regenerar sola. En otra ocasión corté una clavija a una extensión dejándole por descuido un “rabo” de cable. No sé como llegó la clavija a manos de Pedro, pero él peló el pedazo de cable que dejé pegado a la clavija y unió ambos cables entre si. Después se dirigió a nuestra recamara en donde teníamos conectado un ventilador de pedestal, lo desconectó y conectó en su lugar la clavija recién “arreglada”por él. En seguida de la explosión producida por el corto circuito, la oscuridad se apoderó de la casa. Poco faltó para que a Gladis le diera un infarto al ver a Pedro que salía de la recamara sin cejas, con la cara tiznada, con los cabellos parados y humeantes, y con un rictus en la cara como si hubiera visto de cerca al mismísimo “chamusco”.
La mayor preocupación que nos ha hecho pasar fue la ocasión en que tratando de “armar” un avioncito, se le ocurrió unirlo con “cola loca”, no tardó en suceder lo inevitable: como no salía el pegamento oprimió el recipiente con fuerza, entonces salio un chorro de líquido que le salpicó los ojos. No recuerdo haber conducido un vehículo más rápido que en esa ocasión sin que Gladis abriera la boca para protestar. Hicimos escasos 30 minutos desde Reforma hasta el hospital de Villahermosa. La reacción de las enfermeras a la pregunta de: -¿qué le paso al niño?- era un ¿Queeeeeee? “muy alentador”. Después de estar en observación toda la noche de ese día y toda la madrugada del siguiente, llegó por fin el oftalmólogo a revisarlo, informándonos -después de unos minutos que a nosotros nos parecieron horas- que iba a estar bien, que la membrana superficial dañada se iba a regenerar sola. En otra ocasión corté una clavija a una extensión dejándole por descuido un “rabo” de cable. No sé como llegó la clavija a manos de Pedro, pero él peló el pedazo de cable que dejé pegado a la clavija y unió ambos cables entre si. Después se dirigió a nuestra recamara en donde teníamos conectado un ventilador de pedestal, lo desconectó y conectó en su lugar la clavija recién “arreglada”por él. En seguida de la explosión producida por el corto circuito, la oscuridad se apoderó de la casa. Poco faltó para que a Gladis le diera un infarto al ver a Pedro que salía de la recamara sin cejas, con la cara tiznada, con los cabellos parados y humeantes, y con un rictus en la cara como si hubiera visto de cerca al mismísimo “chamusco”.
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