A las 19:30 horas la luna redonda se escondía de las miradas furtivas terrestres utilizando como biombo a las nubes danzantes de la vecindad. Las nubes negras pasaban densas frente al disco de luz tenue que tímidamente desaparecía como avergonzado de tantas miradas que la golpeaban desde abajo. Iba conduciendo despacio por la carretera acostumbrada con las luces baja del coche, que por cierto no alumbran más allá de 15 metros. Después de esta distancia todo era tan negro como las noches de mi más tierna infancia, sin luz y sin luna.
Conozco bien la carretera, sé donde están las curvas y la longitud aproximada de las rectas, recuerdo bien los cruces y los baches; sin embargo, conducir de noche es bien diferente a conducir de día; sobre todo cuando uno lo hace en lugares deshabitados que tienen parajes uniformes. En la noche, las referencias que conozco desaparecen y comienzo a confundir las curvas. Cuando presiento la inminencia de una de ellas (la presiento antes de verla) me pregunto ¿Izquierda o derecha? Entonces hago cambio de luces, y las curvas invisibles se me revelan con todo y su dirección.
Así marchaba en esta suerte de adivinanzas cuando advertí que había llegado a un tramo de carretera en el que existe un mazo de árboles altos y frondosos dispuestos en fila a ambos lados del camino. En la noche, esta parte el camino es tan oscura como la entrada a una cueva en cuyo interior me figuro a los murciélagos revoloteando en torno a estalactitas y estalagmitas. Entonces recordé el bache que sobre mi carril siempre permanece agazapado para hacerme caer dentro de él obligándome a decir cosas que en condiciones normales no digo.
Conozco bien la carretera, sé donde están las curvas y la longitud aproximada de las rectas, recuerdo bien los cruces y los baches; sin embargo, conducir de noche es bien diferente a conducir de día; sobre todo cuando uno lo hace en lugares deshabitados que tienen parajes uniformes. En la noche, las referencias que conozco desaparecen y comienzo a confundir las curvas. Cuando presiento la inminencia de una de ellas (la presiento antes de verla) me pregunto ¿Izquierda o derecha? Entonces hago cambio de luces, y las curvas invisibles se me revelan con todo y su dirección.
Así marchaba en esta suerte de adivinanzas cuando advertí que había llegado a un tramo de carretera en el que existe un mazo de árboles altos y frondosos dispuestos en fila a ambos lados del camino. En la noche, esta parte el camino es tan oscura como la entrada a una cueva en cuyo interior me figuro a los murciélagos revoloteando en torno a estalactitas y estalagmitas. Entonces recordé el bache que sobre mi carril siempre permanece agazapado para hacerme caer dentro de él obligándome a decir cosas que en condiciones normales no digo.
Esta vez te vas a joder –pensé. Con bastante anticipación me cargué a la derecha (en este lugar no hay acotamiento) para librar el maldecido hoyo. Me preparé a esbozar una sonrisa burlona de triunfo al mismo tiempo que hacía el cambio de luces. Fue en ese momento que me sorprendió ver a escasos 10 metros del coche una figura femenina caminando sobre mi carril en dirección contraria a la mía. Iba con el garbo (freseo) de toda mujer natural que se sabe bella, y acostumbrada por eso, a la notoriedad por el género masculino desde las distancias más inverosímiles. Apegada totalmente a esta ley natural infalible (para ella), no desvió su camino ni apuró el paso, y sobra decir, nunca perdió la figura. Di entonces un terrible volantazo a la izquierda para salvar a tan deslumbrante figura de porcelana cuyo aplomo haría palidecer al señor de las ligas (Bejarano) ante las preguntas indiscretas de la prensa. Ni modo, volví a caer en el maldito agujero. Eso sí, la mesera (o meretriz) que acababa de salir de la cantina "restarunt-bar el oasis" (incrustada en la arboleda) continuó caminando cual Noemí Campbell en pasarela.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario