Ha caído mucha agua del cielo últimamente. Yo creía que el agua solo salía de los grifos y de los garrafones. He visto que de ahí la coge mi mamá para llenar la palangana azul en la que luego me mete para quitarme la tierra que se me ha pegado en el cuerpo. No acabo de entender bien la razón de esta rutina puesto que no soy de los niños que anden por ahí retozando a cada rato sobre el lodo. Dios me libre de semejante batición. Cuando mi mamá sale de casa en el coche siempre me lleva con ella. Antes me ajuarea con mi camisa roja de lana a cuadros y me ajusta luego los tirantes de mi pantalón azul de perchera; me acicala y me retoca hasta lograr que todo esté en su lugar. Mi tío Pedro dice, con un dejo de risita, que me parezco al menonita que vende quesos en la honorable y muy famosa glorieta de la chichona. Vestido de esta forma, me monta en el asiento trasero del coche y me arrellana en el portabebé, me lía con mantas y cobertores y me cruza el pecho con cintas muy apretadas hasta que me deja amarrado como un tamal de chipilín o de caminito. La primera vez que hizo conmigo esta maniobra me asusté un poco porque pensé que luego me iba a meter a la vaporera, que es el paso siguiente que he visto hacer a mi abuelita Gladis cuando le da por cocinar tamales de masa colada. Después de esta rutina, que ejecuta meticulosamente mientras se muerde la lengua, nos echamos a andar por las calles de Villahermosa, que reverberan de agujeros escondidos en unos charcos muy orondos. Circular por ellas es como jugar el juego de minas: tienes que elegir el charco que no tiene hoyo para poder continuar. Este juego es muy difícil porque casi todos los charcos tienen hasta dos o más agujeros. Entre salto y salto avanzamos poco a poco. A veces el viento me trae desde el exterior voces apretadas de jaculatorias y aves marías. Entonces sé que alguien corrió con suerte y le tocó otro charco con premio. Esto de ir salte y salte a cada ratito a mí me parece muy divertido. Ahora entiendo a los sapos que gustan de andar entre el zacatal avanzando en pequeños saltos. Al menos esto es lo que he visto hacer a los que viven en el jahuactal que colinda con mi colonia y que a veces veo saltar jubilosos en nuestro jardín. A veces, mientras avanzamos por la calle, veo grupos de gente con mamelucos rojos o anaranjados alrededor de algún charco que cubre con buen ánimo y mucho disimulo su respectivo agujero. Ellos se entretienen haciendo que un camión cisterna, siempre sediento, se beba con un popote muy grueso que parece gusano, el agua del charco hasta que lo deja seco. Bueno sería que mi mamá me permitiera estar con ellos para que, con mi pala y mi cubeta les ayudara en ese divertido juego. De este modo las restregadas diarias que me da dentro de la palangana azul tuvieran su razón de ser. A mi mamá no le hace mucha gracia este juego de tahúres que nos obliga a avanzar entre tanto zangoloteo. Casi nunca le tocan los charcos sin hoyo. Le he oído soltar uno que otro juramento contra el Ayuntamiento que según dice, es el responsable de este juego del demonio. Yo me imagino al Ayuntamiento como una oficina grande en la que un montón de gente se pone a discutir presentaciones mientras beben un cafecito negro muy sabroso a pequeños sorbos. Después de muchas donas y cafés adentro de las tripas, terminan por ponerse de acurdo en las presentaciones de ese día, entonces, empiezan a repartir órdenes a los trabajadores para que lleven al siempre sediento camión cisterna a tomar agua a tal o cual charco que, según los últimos reportes de inteligencia, esconde algún hondo agujero. Seguiré informando.
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